Texto de conferencia dictada en la Universidad Metropolitana (UNIMET) el 16-10-2013. Por Armando Rojas Guardia | 20 de Octubre, 2013 La premisa de la que parten las palabras que voy a pronunciar hoy ante ustedes puede formularse de la manera siguiente: escribir poesía en muchos sentidos representa un hecho coyuntural y, hasta cierto punto, accidental; lo de verdad trascendente y crucial es vivir poéticamente.
En efecto, escribir poesía no le es dado a todos los seres humanos: ello depende de determinadas disposiciones psíquicas, de una específica historia individual y, en definitiva, de una circunscrita vocación. En cambio, todo hombre y mujer está llamado, por el solo hecho de serlo, a vivir poéticamente. Recordemos el precioso verso de Holderlin, del cual extrajo Heidegger una imperecedera lección filosófica: “poéticamente habita el hombre sobre la tierra”.
Nadie negará que la palabra poeta constituye, en esta hora civilizatoria y en nuestro contexto nacional, una palabra devaluada. Vivimos dentro de una sociedad que se quiere a sí misma productivista y económicamente competitiva, regida por la entronización de la mercancía, en medio de la cual la palabra poética no es rentable, no se traduce en dividendos lucrativos, habla desde una esfera cualitativa que no se deja reducir a lo empíricamente cuantitativo y verificable, escapa de los alcances de la mera racionalidad instrumental y técnica. Pero, además, ¿cómo no va a ser marginal el poeta en un país que, pese a contar con una de las tradiciones líricas más importantes de la lengua española, paradójicamente no propicia, como paisaje existencial y cotidiano, estados profundos de conciencia donde se haga posible la experiencia poética?
No obstante, si el hombre y la mujer de esta hora y nacidos en este contexto societario no desean renunciar a las seriedad y la responsabilidad que implica la existencia humana (seriedad y responsabilidad incomprensibles para la cultura de la banalidad y el pasatiempo en la que hoy nos hallamos inmersos); si no optan por trivializar la vida, aunque sea grande la dosis de humor que quepa en ella, se hace indispensable que ellos −ese hombre y esa mujer− descubran, o eventualmente recuperen, la noción experiencial de lo que llamo vivir poéticamente, la cual es una categorización antropológica que excede la actividad vocacional de escribir poesía. Noción experiencial que me voy a permitir desglosar, de manera sintética y breve, ante ustedes.
Vivir poéticamente es vivir desde la atención: constituirse en un sólido bloque sensorial, psíquico y espiritual de atención ante toda la dinámica existencial de la propia vida, ante la expresividad del mundo, ante la sinfonía de detalles cotidianos en los que esa expresividad se concreta (ello implica un refinamiento orquestal de la vida de nuestros sentidos y un esfuerzo consciente por aquilatar nuestra percepción de los objetos que pueblan nuestro entorno).
La atención esta orgánicamente entrelazada con el evento físico, psíquico y espiritual de estar −consciente−. En una palabra, con el despertar. Una milenaria tradición religiosa identifica el despertar, el hecho de estar despierto, con el arranque mismo de la vida del espíritu. Tanto el budismo como el cristianismo son enfáticos en señalar el estado de vigilia como el símbolo más adecuado de ese momento existencial en el que se inicia, `para el hombre, la aventura de la conciencia. Todo consiste en despertar para siempre de la somnolencia maquinal y gregaria dentro de la cual pernocta la mayoría de los seres humanos. Es sabido que la palabra buda significa, en sánscrito, precisamente el despierto. Pero también en el evangelio de Marcos, en su capítulo 13, se lee: “¡Atención estén despiertos…!” (Mc 13,33). En el castellano peninsular la taxativa indicación evangélica (Mc, 14,38) ostenta una fuerza inusitada: “Velad”. Despertar y velar constituyen, pues, tanto en la tradición budista como en la cristiana, el fruto obvio del esfuerzo espiritual por estar atentos al mundo. Porque, en efecto, la atención, como el primer eslabón de la existencia consciente, consiste ante todo en percibir la realidad que nos envuelve y de la que formamos parte en toda su prístina y concretísima verdad, deslastrada de los prejuicios, los estereotipos y clisés instalados en los más inapresables intersticios de nuestro propio psiquismo, los cuales nos vetan la posibilidad de conectarnos con la carne misma de la realidad, tal como ella resplandece desnudamente desde sí misma ante la atención acrisolada del hombre.
Después de asentada la denominada primera noble verdad, la de la omnipresencia universal del sufrimiento, el budismo postula la segunda, según la cual ese totalizante sufrimiento tiene como causas la ignorancia, el deseo y el apego. Esta ignorancia no es la de asuntos y cosas trascendentales, sino ante todo la de la realidad del mundo, tal como ella es y que sólo se devela a la percepción atenta.
Sabemos que la modernidad, al instaurar el predominio del valor de cambio sobre el valor de uso, ha convertido la carne concreta del mundo en una verdadera eidosfera donde los objetos pierden entidad, peso específico y consistencia para transformarse en meras mercancías intercambiables. Así, la relación con el cosmos se alambica y artificializa, se vuelve abstracta: nada hay más abstracto que el dinero. Además, el universo mental moderno gira en torno a la autonomía de la conciencia individual y, consecuentemente, a la entronización absolutizada de la autoconciencia.
De esta forma dentro de la mentalidad moderna el mundo, lo que he nombrado la carne concreta del mundo se metamorfosea en el escenario cada vez más evanescente, cada vez más evaporado de esa avasalladora autoconciencia. Ni Edipo, ni Antígona, ni Orestes son personajes autoconscientes en el sentido y a la manera estentórea en que lo es, por ejemplo Hamlet. No resulta casual que Hamlet sea junto con El Quijote, El Don Juan y el Fausto, uno de los cuatro mitos básicos del mundo moderno. Esta hipertrofia de la autoconciencia, este exceso de lucidez hipercrítica, a los cuales se sacrifica la rotunda materialidad del universo, y nuestro contacto orgánico con ella, pueden y deben ser superados por aquella atención que nos despierta a la inmediatez de la realidad cósmica: la atención más y más adiestrada por el ejercicio consciente, que le prestamos a la evidencia deslumbrante de lo que nos rodea y envuelve, más allá de nuestras pantallas mentales afantasmadas por nuestra voluntad patológica de abstracción.
He querido hablarles con mayor detenimiento de esta primera caracterización de lo que entiendo es vivir poéticamente porque todas las demás brotan de ella y sin ella no se comprenden. Nunca insistiremos bastante en el hecho fundamental de que el vivir poético es un vivir atento. Como les dije hablaré seguidamente, y de modo mucho más breve, de las otras notas que para mí distinguen esta manera alternativa de vivir.
Vivir poéticamente es también vivir a la espera del momento inspirador, del instante denso, del minuto pletórico de vida en el que se rasgan los velos del entendimiento y accedemos a un estado cualitativamente superior de conciencia. El rapto inspirador que los griegos atribuían a la intervención divina de las musas, nos dice el gran helenista Walter Otto, propiciaba ante todo claridad espiritual. Ellas −las musas− hacían que el entendimiento permaneciera claro. Esa claridad del entendimiento, producida por el entusiasmo creador, era la primera puerta que franqueaba el canto, la poesía. No hace falta ser un poeta vocacional para conocer y paladear una súbita clarificación interior a través de la cual miramos al mundo con ojos vírgenes, como si lo viéramos por primera vez. Lo expresa espléndidamente Octavio Paz en El arco y la lira:
“A veces, sin causa aparente −o como decimos en español: porque sí− vemos de verdad lo que nos rodea (…) Todos los días cruzamos la misma calle o el mismo jardín; todas las tardes nuestros ojos tropiezan con el mismo muro rojizo, hecho de ladrillo y tiempo urbano. De pronto, un día cualquiera la calle da a otro mundo, el jardín acaba de nacer, el muro fatigado se cubre de signos. Nunca los habíamos visto y ahora nos asombra que sean así: tanto y tan abrumadoramente reales”.
Estos momentos de epifanía son, por supuesto, gratuitos −es la misericordia de la realidad la que nos los otorga− pero el vivir poético busca conscientemente merecerlos preparándolos, entrenándose a sí mismo para recibirlos.
Vivir poéticamente es vivir la cotidianidad no como mero tiempo intercambiable y mecánico, sino como mistagogia, es decir como introducción paulatina y autopedagógica en el misterio. A un monje zen le preguntaron un día: “¿Qué es el zen? A lo cual él respondió: “Cargar la leña y cortar la grama”. El Occidente moderno ha erigido la racionalidad administrativa y burocrática como la única vía de organizar la sociedad. Esa hegemonía de lo burocrático-administrativo, que nadie como Franz Kafka convirtió en imagen simbólica de la condición humana, ha traído como corolario que la vida cotidiana de nuestras ciudades se transforme en tiempo opaco y sin relieve, sea que lo vivamos de modo utilitario −como inversión crematística en forma de horas-hombre laborables−, o como diversión pascaliana sumergida muchas veces en el ruido, el ajetreo y el tumulto, en la vocinglería social enemiga del desarrollo interior, de la lenta maduración del alma. La cotidianidad que encara el hecho de vivir poéticamente, siendo mistagógica a la manera en que la vivía Teresa de Lisieux, evoca la del monje zen, quien carga la leña y corta la grama en el umbral permanente de la iluminación.
Vivir poéticamente es cultivar la dimensión simbólica de la conciencia, aprender a adiestrase más y más en una verdadera hermenéutica simbólica de la realidad, para la cual los objetos, las situaciones y los hechos son sacramentos que incesantemente remiten a un orden trascendente (se trata de la sacramentalidad de la realidad creada: los objetos, las situaciones y los hechos, empezando por los más cotidianos, sacramentalizan el orden y la belleza del universo: se vive poéticamente al captarlos de esa manera y encararlos así).
Vivir poéticamente es aprender a vivir estableciendo continuas relaciones analógicas entre los objetos aparentemente más disímiles y entre los más diversos órdenes y planos de la realidad: que el eje de toda la propia actividad psíquica sea esa permanente metaforización (detrás de ésta actúa como postulado ontológico la comprobación, ya postulada, establecida y estudiada por la física cuántica, de que el universo entero es una totalidad orgánica, de que todo está conectado con todo, de que todo interactúa con todo). Para enterarse de cómo funciona en la práctica un activo psiquismo metaforizador conviene leer y releer Las olas, de Virginia Woolf, y la poesía de Eliseo Diego.
Para finalizar, vivir poéticamente es vivir la propia vida como una obra de arte, es un vivir desde lo que clásicamente se denomina el arte de saber vivir. Es un vivir con arte, es vivir-se como el poema existencial y cotidiano que Dios nos posibilita hacer de nosotros mismos. En el Nuevo Testamento, específicamente en la “Carta a los Colosenses”, se afirma que cada ser humano es “un poema de Dios”. Vivir poéticamente es saberse tal. Y obrar en consecuencia.